Ignacio Ortega. EFE – El campeón del Mundial puede ser Francia, pero el auténtico ganador es el presidente ruso, Vladímir Putin. Nunca antes el líder de un país había salido tan reforzado tras la mayor fiesta del fútbol.
«Estamos verdaderamente contentos de que saliera bien, de que hayamos logrado unir a millones de personas en torno al fútbol», dijo Putin en un mensaje de despedida durante una ceremonia en el Teatro Bolshói.
Putin tiene motivos para la euforia. Hoy viajó a Helsinki para la cumbre con el presidente de EEUU, Donald Trump, con los deberes hechos. Rusia demostró al mundo que puede organizar un evento internacional al mismo nivel que China o un país occidental.
De hecho, lo primero que hizo Trump fue felicitarle por organizar «uno de los mejores Mundiales de la historia».
Los agoreros habían pronosticado una Copa de caras largas, arbitrariedad policial y violentos altercados con los hinchas rusos, conocidos por ser los nuevos ‘hooligans’ del fútbol mundial.
Pero no hubo incidentes reseñables en todo el torneo. La única mancha fue la breve invasión del campo ayer en la final por parte de cuatro miembros del grupo radical Pussy Riot, conocido por su oposición a Putin.
Ni siquiera el diluvio que cayó sobre Moscú durante el partido aguó la fiesta. Dirigentes, jugadores y aficionados alabaron efusivamente la organización del Mundial por parte de Rusia, especialmente en comparación con Brasil o Sudáfrica.
Putin había organizado los Juegos Olímpicos de Sochi 2014, pero las acusaciones de dopaje arrebataron a Rusia la victoria en el medallero.
El deporte ruso aún no se había recuperado del revés. Rusia necesitaba una segunda oportunidad y el Mundial de Fútbol se la dio.
Puede ser que la estatua de Lenin aún presida el estadio Luzhnikí de Moscú, pero la URSS murió hace más de un cuarto de siglo. Los estadios rusos son de los mejores de Europa, la policía derrochó amabilidad, las calles estaban impecablemente limpias y no había el menor peligro de pasear de noche por las once ciudades mundialistas.
«Estamos encantados de que nuestros invitados lo vieran con sus propios ojos, que superaran mitos y prejuicios», comentó el presidente.
Putin no quiso acaparar toda la atención y se mantuvo en un segundo plano. Sólo acudió al partido inaugural y a la final. Pero nadie duda de que el Mundial es una medalla que se colgará el jefe del Kremlin.
Al líder ruso no le gusta el fútbol, pero el Mundial era un proyecto hecho a medida para que Putin pueda cumplir sus planes de convertir a Rusia en un país moderno.
Hubo dirigentes que boicotearon la Copa -del Reino Unido, Suecia o Polonia- ya que consideraban que acudir a los partidos era legitimar al autoritario jefe del Kremlin, pero eso fue una excepción a la regla.
Los mandatarios de los otros tres semifinalistas -Francia, Bélgica y Croacia- estuvieron en la tribuna del estadio. En el caso del presidente francés, Emmanuel Macron, y de la líder croata, Kolinda Grabar-Kitarovic, presidieron junto a Putin la gran final.
Aunque la mejor descripción del Mundial la dieron los cientos de miles de aficionados que viajaron a Rusia. Esperaban un país cerrado y se toparon con un pueblo cálido y hospitalario.
Rusia se convirtió por un mes en el país de las sonrisas. Los aficionados no se cansaban de repetirlo: «¡Qué simpáticos son los rusos!».
Los hinchas latinoamericanos contagiaron a los rusos con su buen humor y su pasión por el deporte rey. Los rusos descubrieron que los extranjeros no sienten animadversión alguna hacia su país.
Incluso Putin se vio afectado por la euforia general y anunció su voluntad de extender hasta finales de año la exención de visados para los aficionados con FAN ID (pasaporte de aficionado).